martes, noviembre 14, 2006

No lo se

Me veo reflejado en el escaparte de una tienda de ropa. Ofrezco un triste contrapunto a unos maniquíes. Yo, completamente desaliñado, con cara de no haber dormido y una barba incipiente. Enfrente de mí: un hombre sin cabeza vestido con una ropa perfectamente escogida para encajar en cualquier lugar.


No recuerdo muy bien como he llegado aquí. Se que una noche más, había salido a tomar unas copas con unos amigos. Supongo que pasó lo que está siendo una tónica habitual en mi vida: beber hasta las tantas y después intentar regresar a casa con el desánimo cotidiano.


Pero esta noche igual que el día que lo ha acompañado no son los habituales. Está marcado a fuego lento ardiendo en mi memoria y en mi ser. Y supongo que fue por eso que sin darme cuenta empecé a vagar sin rumbo por las calles hasta una tienda de ropa, en una calle sin nombre de una ciudad de la cual, a veces, quiero huir. No tengo intención de ir a casa, no me apetece para nada volver a es cubículo vacío y sin sentido que es ahora mismo mi existencia.


Así que doy media vuelta.


Y empiezo a bajar.


No debe ser muy temprano tampoco, supongo que rozando el mediodía. Las calles están llenas de gente paseando. A mí alrededor todo el mundo sigue un paso meditado hacia algún lugar.


De vez en cuando algunos de ellos se van parando a observar las paradas ambulantes, donde unos inmigrantes intentan ganarse la vida vendiendo cualquier cosa que puedan.


Las terrazas de los bares y cafeterías también están abiertas. Las mayorías están llenas y los camareros van a un ritmo frenético para poder servir a todo el mundo.


Entre todo el gentío, una mano detiene mi paso. Alguien, el propietario de dicha mano, se detiene en frente mío y se pone a hablar muy animadamente. Supongo que me debe conocer. La verdad es que yo no lo estoy escuchando. Sus palabras no llegan a mi cerebro; soy incapaz de percibir lo que intenta decirme. Lo veo actuar a cámara lenta y balbucear incomprensibles palabras. Sin darme cuenta del tiempo que ha pasado, tanto puede haber sido 5 minutos que 5 horas, me da una palmada en la espalda y sigue su rumbo.


Me parece que ha quedado conmigo para otro día. No creo que aparezca.


Así que sigo andando.


La calle se acaba. Miro a mí alrededor. Enfrente de mí otra avenida empieza dirección a un rompeolas, que parte una playa por la mitad. A los lados un paseo con más bares y gente andando. No quiero más gente, así que tomo el camino del rompeolas.


La avenida esta completamente vacía de gente. Solo de vez en cuando, sale alguien de un coche recién aparcado. En mi andar, veo la playa completamente vacía, desierta y árida.


Al llegar al rompeolas, veo una joven pareja sentada en un monumento que recuerda una vieja leyenda. La pareja está abrazada y no se dan cuenta de mi presencia. Yo me quedo detrás observandolos.


Los dos están un rato quietos... mientras a mi me parece una eternidad, para ellos en un momento fugaz en sus vidas... hasta que sin darse cuenta una ola les salpica la cara. Entonces los dos saltan al unísono y se van corriendo pasando por mi lado sin darse cuenta de que los estaba espiando. Me giro viéndolos bajar. Los dos con una dicha incapaces de saber lo corta y dolorosa que es. Cuando ya soy incapaz de seguirles con la vista, me giro y veo como en el horizonte unas nubes negras se acercan hacía mí.


Y yo, oráculo en mano me doy la vuelta.


Y vuelvo tras mis pasos.


Sin dame cuenta, he cogido el camino del paseo. Allí mis piernas empiezan a flaquear. Todo y eso espero hasta llegar al último bar y allí en una terraza casi vacía me siento.


Un joven camarero con acento argentino me pregunta lo que quiero tomar y sale raído y veloz a cumplir su misión. En escasos minutos una botella de agua y un sándwich lo acompañan de regreso a mi mesa, son depositados. Le pago y se va.


Lo primero que hago es darle un sorbo al agua. Esta fría y me rasga la garganta. Después le doy un bocado al sándwich.


No tengo hambre. Le doy otro bocado y casi con desidia lo dejo en el plato. El viento empieza a aullar con más fuerza y las nubes se van acercando más, como si siguieran mis pasos. En eso, que un perro aparece a mi lado. Escuálido, me mira con cara de pena. Intento acercar mi mano para acariciarlo pero él se aleja de mí con un salto. Pero no se aleja, se acerca otra vez con los mismos ojos tristes. Cojo lo que me queda del bocadillo y se lo tiro al suelo. Él se acerca y lo olfatea. No tarda mucho en cogerlo con la boca y engullirlo en pocos segundo, ojalá todo fuera tan fácil.


Una vez el perro ha comido, emprende un paso lento lejos de mí.


Y yo decido hacer lo mismo.


Ahora si que se donde estoy. No se como he llegado aquí. Sin darme cuenta, mis pies me han guiado a un antiguo hogar.


Esta calle me trae recuerdos de otra vida, mucho más feliz que ahora me golpean en el pecho sin dejarme en ningún momento respirar.


No quiero seguir, pero mis pies me llevan sin parar a un lugar al cual ya no quiero, o puedo, volver. He perdido el sentido y la percepción del lugar. Haga lo que haga, ellos han tomado la iniciativa.


Me paro enfrente de un portal. Sin darme cuenta, casi como por acto reflejo, rebusco en mis bolsillos y saco un juego de llaves. Con mi cabeza apoyada en la puerta intento escuchar algo. Oír voces, ruidos, lo que sea. Descubrir si hay otra vida detrás de esta puerta, una vida que me es negada. Sin darme cuenta e igual que mis pies, mi mano ha puesto la llave en la cerradura. Pero ahí se detiene. No se ve capaz de seguir. Ante la duda, no sabe cual puede ser peor, de que o haya cambiado o siga siendo la misma.

Entonces un gemido y golpe en mi pierna me hacen girar sobre mi, asustado. Es el perro de antes que me ha seguido. Se me queda mirando con los mismos ojos tristes y vuelve a emprender su camino.


Esta vez yo lo sigo.


Me he dado cuenta que esta anocheciendo, las nubes ya están encima de mi cabeza y empiezo a oír truenos y ver relámpagos. Me parece que me he alejado demasiado de la ciudad.


El perro sigue conmigo, fiel compañero de penurias. A nuestro alrededor solo hay naves industriales y algún que otro hipermercado que cerrado.


Seguimos andando hasta que llegamos a un descampado al final de cual hay una casa abandonada completamente en ruinas.


Cuando llegamos allí, justo en el preciso momento de pasar por la puerta, se pone a llover. La casa está completamente destrozada. Solo se mantiene en pie una escalera que antiguamente llevaría a una planta superior. Me acerco a ella y quito los escombros del hueco. Allí, entre el polvo y los deshechos me siento. El perro, se tumba a mi lado apoyando su cabeza en pierna. Esta vez, si que deja que lo acaricie. Por una vez he encontrado una compañía que esta noche no me abandonará. Los dos, empezamos a dormirnos. Y en el duermevela, oigo un sonido de guitarra desafinada. Un ritmo muy triste de una canción que conozco de un cantante con voz estropeada.


El me canta... Y yo siempre contesto…


No lo se.

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Caótica normalidad

Bueno, se acabó lo que se daba. Después de la despedida, aprovecho para agradecer a Manu el diseño del logo, volvemos a mi caótica normalidad.


Y para empezar un “pequeño” cuento, en mi Lina habitual. Hace unos días que lo quería publicar, pero hasta hoy no he podido. El cuento vive de dos factores: una fecha y una canción.